Me acuerdo, no me acuerdo…
Tenía 14 años la primera vez que leí a José Emilio Pacheco. Aún recuerdo el lugar y el cómo. Había ido a visitar a mis abuelos, quienes viven en un lugar cuyo nombre parece haber sido sacado de un libro de realismo mágico: Playa de Jícama. ¿Qué estoy escribiendo? Eso no es relevante.
Dos libros del autor en cuestión habían sido asignados para la clase de Español de Tercero de Secundaria: “El principio del placer” y “Las batallas en el desierto”. Una maestra de nombre peculiar coordinaba la asignatura. Siempre recordaré su labor, ciertamente titánica, por convertir en lectores a aquellas personas que jamás habían comprado, cuando menos por decisión propia, un libro. De vez en vez recuerdo su sarcasmo y una frase que se me quedó grabada como tatuaje en la piel: “hay que incrementar la cultura cuando menos de la tierra que tienen debajo de las uñas”.
Cada Viernes leíamos en el salón un apartado de los libros que menciono arriba para después comentarlos y así responder una serie de preguntas. Había otro libro asignado para ese año, un libro de cuentos que hasta la fecha guardo celosamente. Ese texto precedió a Pacheco. Una tarde decidí leer la contraportada de “El principio del placer” para así saber cuál era el contenido del libro. He de haber pensado que la historia era muy interesante, pues al otro día no vacilé en llevar el libro conmigo a Playa de Jícama.
Puedo todavía señalar el lugar en el que leí el diario de Jorge, las letras en las que relataba su amor por Ana Luisa, las mentiras propias de un desamor. La tristeza. Leí cómo se sentía sólo aún estando rodeado de personas; la soledad y las inquietudes que acompañan a la adolescencia, esa horrenda pero necesaria etapa que con desilusión sobrevivimos habiendo creído que éramos felices. Carajo, qué bueno que ya he vivido otras etapas. No me levanté de la silla hasta que terminé de leer ese cuento. Jorge me hizo compañía en ese lugar desolado. Y no me sentí sólo.
Eso sucedió un Sábado. Al Lunes siguiente, antes de comenzar la clase de Español me acerqué a la profesora a comentarle que había decidido adelantarme y leer el primer texto asignado de José Emilio Pacheco. “Te habías tardado”, me respondió; “lee de una vez ‘Las batallas en el desierto´”. Ansioso, al salir de la escuela llegué a casa a leer lo que me había indicado. Fue desgarrador. La historia de un amor imposible, infatuation, platillos voladores (que, afortunadamente, aún pueden ordenarse en el “Gran Café de la Parroquia, en el Puerto de Veracruz), sentirse un monstruo, la nostalgia por el pasado resumida en el epígrafe de L.P. Hartley, el pensar en los antiguos compañeros del Colegio, un Paseo de la Reforma que sólo existe en el recuerdo. ¡Pobre Carlitos!
Durante esa época falleció mi abuela. No a la que fui a visitar. Otra. El día que falté a clase por el funeral mis compañeros vieron “Mariana, Mariana”, película basada en “Las batallas en el desierto”. Al enterarse de la razón por la cuál había faltado a la escuela y sabiendo mi reciente devoción por el autor, esa profesora de nombre curioso no tan sólo volvió a proyectarla, sino que también me regaló una copia que aún conservo. Años después encontré la película completa en YouTube. El día que me despedí de alguien a quien una vez quise mucho, vi esa película de regreso a casa y, de nuevo, no me sentí tan sólo.
No recuerdo en qué momento leí los otros cuentos que componen “El principio del placer”, pero sí recuerdo lo que sentí al leerlos. Tampoco recuerdo cómo fue que fui a dar con la poesía de José Emilio Pacheco. Lo único que tengo presente es que poco a poco ese hombre nacido el 30 de junio de 1939 se volvió parte fundamental de mi vida.
A la fecha, año con año releo alguno de los dos libros asignados para ese último año de secundaria. No sé si sea mi nostalgia por el pasado o lo mucho que me identifico con esos personajes, pero releer a Pacheco anualmente es ya un ritual.
No fue miedo, fue pavor lo que Langerhaus me hizo sentir. Tardé mucho en comprender la estructura que narra lo que le sucedió a Andrés Quintana. Hoy sueño con ir a La Habana y a mi regreso desafiar al tiempo. Hace unos meses paseaba por el Bosque de Chapultepec y sólo pensaba “tenga para que se entretenga, tenga para que se la prenda”. Mi noción de envidia la construí con dos nombres: Zenobia y Rosalba. Volando sentí un viento distante. Bebiendo café encontré lo que sólo existe en los lugares abandonados. Reí con todas las variantes que puede llegar a tener la palabra homosexual.
Ayer salí a correr. Pocos metros antes de terminar mi entrenamiento recibí un mensaje de mi mejor amigo que decía “Lo siento mucho”. No entendí a qué se refería. Le mandé un par de signos de interrogación haciéndole notar que no había comprendido. Al detenerme, comprendí el motivo del mensaje. Leí la noticia al instante. José Emilio Pacheco había muerto. Ayer comprendí que hay lágrimas de todo tipo. Ayer lloré por que perdí a mi autor favorito. Perdí. Entre comillas. Su recuerdo vive en sus letras. En el olor que tienen mis libros que dicen su nombre.
Hasta pronto, querido José Emilio. Cada que sople un viento distante, cada que me enamore de un imposible, cada que imagine un Veracruz hoy lejano en el tiempo, cada que recuerde que daría la vida por una ciudad deshecha, voy a pensar en ti. Descansa ya, grandioso genio, que aquí seguiremos librando batallas en el desierto y continuaremos buscando placer.
1) José Emilio Pacheco (2009), César Durione.
2) José Emilio Pacheco (S/F), AFP.